El 28 de Mayo recibimos a más de 15 colegios de Montevideo y Maldonado y una vez más, el Sofía Vilaró fue una verdadera fiesta. La participación de sus hermanos en el torneo le dio un calor de familia que lo hizo especial.

Pero lo que realmente nos llena de alegría cada año, es poder contar a muchas chicas por qué vemos en Sofía un ejemplo a imitar. 

 

EN NOMBRE DE SOFÍA

Poner un nombre es conceder una identidad concreta, única y diferente, por eso, bautizar este torneo con el nombre de Sofía Vilaró no puede significar otra cosa que marcarlo con su impronta, la impronta de aquella alumna de salud frágil y temple firme que compartió con nosotros, en el Colegio, sus breves e intensos años de vida.

Tenía una mirada penetrante y vivaz, una sonrisa perenne, una inteligencia aguda y un deseo de aprender inagotable. Amaba la lectura y le hubiera gustado ser profesora.

Durante cuatro años, con el asombro sagrado de quien contempla lo inexplicable, pude ver cómo una enfermedad inverosímil, de sorda evolución y plazos escalofriantes, deterioraba su cuerpo y, al mismo tiempo, y tal vez en mayor proporción, pude ver cómo florecía su espíritu y cómo irradiaba algo especial a quienes teníamos el privilegio de compartir sus días.

¿Qué era, en definitiva, eso tan especial que manaba de Sofía?

En primer lugar, creo que Sofía transmitía el enorme gozo de vivir cada día como un regalo. Entrar a clase y verla allí, lista para aprender, a pesar de su futuro incierto; verla disfrutar de cada una de las instancias de la más pura cotidianeidad era chocar contra la evidencia de que la vida está tejida de momentos y que cada uno de ellos, hasta el más insignificante, merece ser vivido con intensidad. Que no hay que matar el tiempo, que hay que sacarle el jugo. Mirando a Sofia, se recuperaba toda la dimensión de que abrir los ojos cada día es un milagro.

En segundo lugar, diría que Sofía era la prueba de que la felicidad está más en pensar en los demás que en uno mismo. Si ella se hubiera quedado estacionada contemplando su propia situación, seguramente hubiera optado por excluirse de las actividades de su grupo, así se hubiera ahorrado constatar, día tras día, la existencia de sus limitaciones. Sin embargo, nunca lo hizo. Aunque no pudiera compartir todos los espacios con sus compañeras, quiso compartir todas las vivencias. No había tema ni proyecto ni travesura ni conflicto que le fuera ajeno. Descubrir su silla de ruedas azul en un círculo cuchicheante de uniformes alborotados era una prueba fehaciente de que es mejor gozar porque otros gozan; que lamentarse por lo que no se puede gozar.

Finalmente, Sofía despertaba en cada uno de nosotros el deseo de ser mejores. La admirable manera en que asumía y recorría el proceso de su enfermedad era inquietante. Uno no podía quedar indiferente ante un testimonio de esa magnitud y entonces, naturalmente, sin violencia, surgía en el alma la disposición a ser más generoso o más justo o menos quejumbroso o más servicial o menos perezoso...en definitiva, el alegre deseo de ser mejor.

Entonces, para quienes la conocimos y siempre la tendremos presente, Sofía Vilaró es sinónimo de "aprender a valorar", de alegría de compartir y del más auténtico deseo de superarse. Poner su nombre a este torneo deportivo no es solamente un homenaje, es también un modo de convertirlo en una invitación para todas sus participantes, una invitación ineludible e impostergable a ser mejores personas.

María del Huerto Prato 

 

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